La carpa ha
sido ya colocada, protege de la lluvia los asientos que, vacíos aún, miran
expectantes la pantalla. Más allá hay asientos que no han corrido con la suerte
de tener un techo, lance para quien decida esperar en la fila que nace a mitad
de la calle. La pantalla cuenta también con una lona blanca, pues no es
costumbre dejar a la intemperie los bienes que permiten reunir, una noche de
febrero, a tanta gente aquí, con el solo fin de ver proyectada una cinta
documental sobre una mujer, alemana por lo que se sabe, bailarina y coreógrafa,
cuya trayectoria dejó una huella importante en el arte de la danza. Philippine Bausch, esto lo sabremos después, una vez terminada la función, el nombre de su
adoptiva Wuppertal y el milagroso Shwebebahn que la atraviesa. Para saberlo hay
que llegar temprano, hacer el viaje en metro hasta el centro de la ciudad,
comprar las golosinas, necesarias siempre en este tipo de ocasiones, conversar,
fumar un poco, soportar el frío y las presentaciones que todo evento de esta
naturaleza conlleva. Finalmente uno puede tomar asiento, respirar profundo y
acometer la empresa. Si en algún momento de la función, por un instante, mínimo
siquiera, fracción indivisible de un segundo, el corazón falla en esta orilla
del mundo que es el espacio que nos separa, si las manos tiemblan, ya no de
frío, fuera de la trama, si encontramos repentinamente un temor que creíamos
perdido, será la noche más clara, entonces diremos palabras simples tratando de
decir lo que las manos no pueden, no será ya necesaria la pequeña
felicidad que nos ha traído un arte que lleva el apelativo de contemporáneo.
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