jueves, 11 de septiembre de 2014

Abierta la palabra por el centro

Abierta la palabra por el centro
Derrama una crisálida de aurora,
Un torvo miligramo que la mora,
El nudo del temblor, el epicentro.

Del tiempo permanece equidistante
En todas direcciones. Nunca cambia.
Deforma el nombre abierto que intercambia,
Tarántula, ámbar gris del navegante.

Herida la palabra se debate
Entre la piedra libre y la certeza.
Repara letra a letra la corteza

Y borra toda huella del combate.
El nombre es otra vez, ningún tesoro
Se alcanza a columbrar, eco sonoro.

viernes, 29 de agosto de 2014

El curso de los tiempos se repite

El curso de los tiempos se repite
Sin alboroto ni parafernalia,
Un estribillo enfermo de ecolalia
Que boga por el mar sin escondite.

El verso que lo nombra es todo verso.
Cada palabra en él toda palabra.
La mano inmaculada que lo labra
Es una mano más, un universo.

¿Dónde comienza el nombre? ¿Dónde acaba
la inabarcable iteración del tiempo?
Lo que hoy está también ayer estaba,

Su nombre es del azar, un contratiempo
En una interminable partitura
Que acaba donde inicia, es escritura.

martes, 7 de enero de 2014

Lo que hablan los pájaros

En 1929 Alfonso Reyes publicó, en el único número de la revista argentina Libra, un texto titulado «Las Jitanjáforas». Reyes tomó la palabra de un verso del poeta cubano Mariano Brull. La extravagante sonoridad y el rico perfume del término habían seducido a tal punto al regiomontano universal que éste se vio empujado a hablar sobre aquella «flor verbal» que asomaba en los Poemas en menguante. Del poema en cuestión,

Por el verde, verde
verdehalago húmedo
extiéndome. —Extiéndete.

Reyes escribió: «Ciertamente que este poema no se dirige a la razón, sino más bien a la sensación y a la fantasía. Las palabras no buscan aquí un fin útil. Juegan solas, casi». Así pasan, alocadas, jugando entre impulsos rítmicos y corrientes de aire, pequeñas reminiscencias creadoras, palabras que nombran atisbos alados, seres posibles que el juego de letras intuye y alcanza a rozar con gracias pueriles.
Creación creadora, la libertad del lenguaje para unir y romper a placer lo que no ha sido todavía nombrado, dio a Reyes la excusa para hablar de ese «vaho de realidad posible» que remonta cualquier forma, mutación o chasquido de la lengua. Hablando entonces ya de jitanjáforas —debe insertarse aquí la anécdota de las hijas de Brull recitando el poema:

Filiflama alabe cundre
ala alalúnea alífera
alveolea jitanjáfora
liris salumba salífera

Reyes comenzó a recolectar un muestrario de tropiezos verbales, «ruidos y pausas», alumbramientos y repentinos chispazos que aquí y allá habían sido cultivados por colegas y coleccionistas de rarezas fonéticas.
«Todos, a sabiendas o no, llevamos una jitanjáfora escondida como alondra en el pecho», escribió Reyes, quien dedicó entonces sus esfuerzos a clasificar y recomponer el mapa de la tierra de las jitanjáforas. En él se pueden encontrar las infantiles jitanjáforas de cuna, los gritos de guerra, los ensalmos y conjuros, y el más bello género de jitanjáfora candorosa: lo que hablan los pájaros.
Siguiendo el esfuerzo de Reyes, muchos escritores, haciendo caso omiso a las invenciones y sus leyes, se dedicaron a desempolvar textos y gramáticas para dar cimientos a una tradición que hizo fortuna con el nombre. De William Blake a Lewis Caroll, de las voces populares a Los cigarrales de Toledo, poetas y anti-poetas se empeñaron en verificar que «muchas peligrosas novedades se descubren en los viejos libros».
La fiebre de las jitanjáforas, vuelta a surgir entonces como una enfermedad incontrolable, mutó y se extendió por estas tierras tan proclives a las epidemias por su mala nutrición y la grande explotación de su fuerza de trabajo. A esta excepcional enfermedad sucumbieron algunas de las mayores promesas de nuestra literatura. Basten, como ejemplo, Vicente Huidobro, quien cayó inexplicablemente de su paracaídas una mañana mientras cazaba golondrinas; Julio Cortázar, que hablando en lenguas fue sepultado entre cronopios; y Haroldo de Campos, quien perdió la razón cuando atravesaba un campo de crisantiempos y galaxias. Poco antes de ceder a la enfermedad, en una carta fechada en 1967, Cortázar escribió a Haroldo de Campos: «Me parece admirable que en el Brasil se viva tan intensamente una gran tentativa de incendiar el mundo de otra manera que como quisieran incendiarlo los amos de la Bomba. Estoy con ustedes, quiero ser como ustedes». Años después, paulatinamente, nuestra lengua ha comenzado a superar el trauma de la epidemia.


jueves, 14 de febrero de 2013

Soneto para un libro imaginario


El libro imaginario no conoce
Los ojos del lector ni la derrota
Del verso que no alcanza a pronunciarse
Y llora imaginando que florece.

El libro imaginario no contesta
Preguntas que el lector cuando imagina
Arranca de la página ni miente
Si llora imaginando que florece.

Debajo de la puerta se desliza
El libro imaginario sin palabras
No tiene miramientos si te toca

No sabe responder a la pregunta
Del verso que no alcanza a pronunciarse
Aun si de tu nombre se alimenta.

jueves, 3 de enero de 2013

Oídos sordos


En mi familia es sabido que, a menudo, hago oídos sordos. Me pierdo en cualquier lugar o a media conversación, quedo absorto ante vaya a saber qué cosas que me dan vueltas por la cabeza, la vista perdida, la cara idiota mirando al vacío. Es fácil reconocerlo, inclino la cabeza hacia delante y levanto levemente las cejas. El hecho no presenta mayor interés. Está ahí, simplemente. Llega inadvertido y en ocasiones de forma inoportuna, obligando a amigos y familiares a repetir impacientemente algún hilo de la conversación del cual no tengo conciencia. Este fenómeno es involuntario y no repara en el interlocutor o el tema de conversación. No se trata de esos momentos en que uno echa a volar la imaginación, sino de un repentino juego de asociación de ideas, nombres, lugares, personas, que no parece tener final y del cual sólo salgo gracias a la iteración de mi nombre, al cambio de tono en la conversación o al sopapo milagroso de una mano alada. Entre las virtudes del hecho se cuenta el que, en más de una ocasión, haya conseguido alejarme de un sinfín de charlatanerías y pláticas del todo carentes de interés para mí, una suerte de mediana hipnosis contra el aburrimiento.
            Como dije, el hecho no presentaría mayor interés a no ser que tuviera, previsiblemente, su diametral opuesto. Hay un momento recurrente en que todo empeño por abstraerme de lo que me rodea fracasa y mi atención se desvía irremisiblemente hacia cualquier murmullo del entorno. Toda conversación, sin importar lo banal o fútil, atrae mi atención de forma extraordinaria y da paso a imaginaciones, escenarios y situaciones que obstruyen permanentemente mi intento de concentración. Estos pensamientos, contrario a los otros, son plenamente conscientes, sé por qué están ahí y sé a dónde se dirigen, no tienen el carácter de ensoñación de los primeros, en los que mi conciencia no forma parte del juego. Este momento ocurre cuando me dispongo a leer. La hoja abierta, el peso del libro sobre mis manos, entonces cada parte de mi entorno se vuelve nítida y exige de mí la mayor de las atenciones. Para salvar el obstáculo es necesario que encuentre un punto de equilibrio en el ambiente, uno donde cualquier conversación me sea imperceptible y donde nada extraordinario interrumpa el monótono paso del tiempo.
           Mi capacidad para abstraerme involuntariamente de una conversación y mi batalla constante por abstraerme de todo para disponerme a la lectura me ha hecho pensar que, quizá, la realidad tenga dos caras, una formada por mis relaciones cotidianas con el mundo, que es ampliamente superada por su sueño o ensoñación, el cual se impone en la medida en que el mundo se vuelve inhabitable para mí; y otra formada por la dureza y materialidad de las cosas, que se manifiesta con toda su fuerza en el momento en que, con mayor claridad, intento evitarla. Quizá es la monotonía de la realidad la que me permite abstraerme de un momento a otro, y es la necesidad de la ficción lo único que me ata al mundo. Puesto de otra manera, quizá el mundo desaparecería en un mar de asociaciones repentinas si no fuera por el dolor y el aburrimiento de mis días o quizá es la ficción lo que sostiene al mundo y permite que éste se manifieste en toda su repentina abundancia.