En 1929 Alfonso
Reyes publicó, en el único número de la revista argentina Libra, un texto titulado «Las
Jitanjáforas». Reyes tomó la palabra de un verso del poeta cubano Mariano
Brull. La extravagante sonoridad y el rico perfume del término habían seducido
a tal punto al regiomontano universal que éste se vio empujado a hablar sobre aquella «flor
verbal» que asomaba en los Poemas en menguante. Del poema en
cuestión,
Por el verde, verde
verdehalago húmedo
extiéndome. —Extiéndete.
Reyes escribió:
«Ciertamente que este poema no se dirige a la razón, sino más bien a la
sensación y a la fantasía. Las palabras no buscan aquí un fin útil. Juegan
solas, casi». Así pasan, alocadas, jugando entre impulsos rítmicos y corrientes
de aire, pequeñas reminiscencias creadoras, palabras que nombran atisbos
alados, seres posibles que el juego de letras intuye y alcanza a rozar con
gracias pueriles.
Creación
creadora, la libertad del lenguaje para unir y romper a placer lo que no ha
sido todavía nombrado, dio a Reyes la excusa para hablar de ese «vaho de
realidad posible» que remonta cualquier forma, mutación o chasquido de la
lengua. Hablando entonces ya de jitanjáforas —debe insertarse aquí la anécdota
de las hijas de Brull recitando el poema:
Filiflama
alabe cundre
ala
alalúnea alífera
alveolea
jitanjáfora
liris
salumba salífera
Reyes comenzó a
recolectar un muestrario de tropiezos verbales, «ruidos y pausas»,
alumbramientos y repentinos chispazos que aquí y allá habían sido cultivados
por colegas y coleccionistas de rarezas fonéticas.
«Todos, a sabiendas o no, llevamos una jitanjáfora escondida como
alondra en el pecho», escribió Reyes, quien dedicó entonces sus esfuerzos a
clasificar y recomponer el mapa de la tierra de las jitanjáforas. En él se
pueden encontrar las infantiles jitanjáforas de cuna, los gritos de guerra, los
ensalmos y conjuros, y el más bello género de jitanjáfora candorosa: lo que
hablan los pájaros.
Siguiendo el esfuerzo de Reyes, muchos escritores, haciendo caso
omiso a las invenciones y sus leyes, se dedicaron a desempolvar textos y
gramáticas para dar cimientos a una tradición que hizo fortuna con el nombre.
De William Blake a Lewis Caroll, de las voces populares a Los cigarrales de Toledo,
poetas y anti-poetas se empeñaron en verificar que «muchas peligrosas novedades
se descubren en los viejos libros».
La
fiebre de las jitanjáforas, vuelta a surgir entonces como una enfermedad
incontrolable, mutó y se extendió por estas tierras tan proclives a las
epidemias por su mala nutrición y la grande explotación de su fuerza de
trabajo. A esta excepcional enfermedad sucumbieron algunas de las mayores
promesas de nuestra literatura. Basten, como ejemplo, Vicente Huidobro, quien
cayó inexplicablemente de su paracaídas una mañana mientras cazaba golondrinas;
Julio Cortázar, que hablando en lenguas fue sepultado entre cronopios; y
Haroldo de Campos, quien perdió la razón cuando atravesaba un campo de
crisantiempos y galaxias. Poco antes de ceder a la enfermedad, en una carta fechada
en 1967, Cortázar escribió a Haroldo de Campos: «Me parece admirable que en el
Brasil se viva tan intensamente una gran tentativa de incendiar el mundo de
otra manera que como quisieran incendiarlo los amos de la Bomba. Estoy con
ustedes, quiero ser como ustedes». Años después, paulatinamente, nuestra lengua
ha comenzado a superar el trauma de la epidemia.
<3
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