lunes, 22 de noviembre de 2010

Esquelas del findimundismo


«Vine a Tijuana porque me dijeron que aquí se acababa el mundo. Vine a decir que no, que no estás tú.»

Sucede cuando uno está allí, al pie de la primera esquina de la primera calle, caminando con el viento que le golpea la cara y que dobla azul sobre azul en la orilla. Sucede cuando el poema es el poema de las piedras y de la arena, el poema de la vista más lejana. Sucede cuando la mañana está cansada, cuando toda la luz golpea en el horizonte, porque se llega en una carrera larga, como hacia el fin de la noche, como hacia el fin de la hora. Y no pasa el tiempo, o pasa apenas detenido, pasa de mano en mano como los cigarrillos y el frío, pasa de mano en mano y cada mano no es la tuya. Sucede como una línea que se enciende en la hora detenida, como una línea que atraviesa el moribundo olor de la noche. Sucede cuando todo se sostiene único, como tu voz o tu boca, que ya no conozco. Sucede en las pequeñas cosas, en un viaje, en un texto. Sucede aquí, donde se acaba el mundo, aquí donde no se acaba porque no estás tú.

«Hablarle a los peces, aprender a hablarle a los peces, predicarle a los peces, para que llegue el fin del mundo.»

Y entre tantas una mesa y sobre la mesa una historia. La historia. Eso, o apenas una coincidencia evaporada en el humo que se deslizaba desde la punta de mi mano hasta la honda pared, donde parecían ir a parar todos los temores mancillados por la noche. Escuchaba, entre tantas, una voz que hablaba de sueños. Y había gordos, moribundos emperadores, todos alrededor del sueño, custodiando una línea —esta vez otra, más tangible— que llevaba a un desfiladero de cruces, a un río sin agua, a una valla que reposaba rompiendo el mar. Esa noche la voz decía y callaba, volvía a apoyarse sobre la mesa y despertaba imaginando otra vez el lento apilarse del humo en la pared. La misma pared que veníamos arrastrando por tres noches de bajo y botellas vacías, la misma que nos absorbió la espuma y escondió la mano que agitaba en el aire mi mano. Sí. La mano que mi mano agitaba en el aire y esas tres palabras que no salieron de su boca, porque entonces habríamos empezado a hablar con los peces, porque entonces habría llegado la hora del fin del mundo.

«Y después del fin del mundo otro fin del mundo. Y luego otro. Y otro. Así la vida.»

Nos queda todo. Nos queda, todavía, la noche filtrada por la ventana que dejamos entreabierta. Nos quedan las instantáneas. Nos queda un gato paseándose entre una multitud de piernas, lento, lentísimo, como el último sobreviviente de un reino desaparecido, como el único celador de sus ruinas de duro hielo, un gato que a su paso iba inventando la noche para que pudiéramos salir a buscarla, esa noche que fuimos imaginando hasta encontrarla en un acordeón, en una calle, en una estrella. Esa noche de hierro y orín, de armas cortas y celo, de soterrada angustia y lacerante espuma. Esa noche, otra y siempre la misma, de pequeñas conversaciones multiplicadas por el ir y venir de los envases, por el hosco perfume de un asador con vocación de chimenea. Nos quedan las palabras, la brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres. Nos queda, en fin, la promesa de salir a buscarnos en otro fin del mundo, y otro, y luego otro, persiguiendo la vida.

«Tal vez no debimos decir tanto, que esto se va a acabar y ya no tenemos últimas palabras.»

Esta hora, que puede ser la de la despedida, no consiente la anticipación ni la espera, todo sucede de repente, todo se transforma, cambia y vuelve. Estamos llegando, cansados, tendidos, las gargantas rotas, las manos llenas. Llevamos en las maletas zapatos mojados, un ritmo que más que ritmo parece lema, que demasiado arriesgado sería llamarlo melodía. Estamos llegando y ya parece que esto se va a acabar, parece que otra vez vamos tarde, parece que nos estamos despidiendo en el primer gesto de bienvenida, pero hace falta subir a Otay, hace falta tomar café, hace falta extraviarlo todo. Hace falta escribir con nuestras voces pequeñas esquelas del findimundismo, algo que sobreviva como prueba de que estuvimos aquí, que salimos a esta correría, que había resonancias en todas partes. Estamos llegando y ya parece que esto se va a acabar, aunque nos hagan falta las últimas palabras, aunque no hayamos dicho que en Tijuana el miedo anda en burro vestido de cebra. No. Es que hemos estado aquí, intentando decir algo acerca de algo, sin que se nos diga que estamos incidiendo en un error, el de creer que todo esto pasó o está pasando. No.

«No, no es un dolor de cabeza, es que traigo muchos recuerdos chingones, morros.»

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