viernes, 20 de abril de 2012

La época que compartimos

Hace algún tiempo tuve la idea de regalar, a una querida amiga, una de aquellas viejas fotografías que aún conservo de la época que compartimos hace muchos años. Aunque ahora no puedo recordar con exactitud sobre qué temas giraban nuestras conversaciones, estoy convencido de que ellas dieron forma a mi tardía adolescencia, de ahí que mi recuerdo de esa época haya quedado asociado a los ratos que pasábamos juntos y que, a pesar del tiempo y sus contradicciones, haya conservado, para mí, un cariño infantil y una preocupación latente por ella.

La idea me había parecido buena, a secas. En la fotografía ella aparece mirando a la cámara —que yo sostenía— mientras una mujer de mayor edad la mira a ella. Por su relación con la segunda mujer, sabía que aquella fotografía debía alegrarla a pesar de la distancia que ahora las separaba. Decidido a llevar a cabo la idea tuve que esperar varias semanas antes de volver a encontrarla en una de esas reuniones en las que, ocasionalmente y por tratarse de amistades comunes, coincidimos. Aunque recurrentes, estos encuentros no son, desde hace mucho tiempo, encuentros donde la familiaridad brille por encima de incómodos silencios y una forma de resentimiento mal entendido. De allí había nacido la idea. Quería, a través de la fotografía, hablar con ella, decirle que, a pesar de todo, conservaba, como ya he dicho, ese cariño infantil que el tiempo y las circunstancias no habían borrado. La fotografía era una manera de acercarme a ella sin romper el acuerdo tácito al que habíamos llegado hace tiempo de tratarnos como dos desconocidos que especulan amargamente sobre los defectos del otro, por decir lo menos.

Como era lógico, que me presentara frente a ella con la fotografía debía detonar el razonamiento que llegase a la conclusión de que yo, en algún momento, había recordado aquella época, había, por consiguiente, pensado en el tiempo que compartimos, había recordado la fotografía y había, estúpida o brillantemente, decidido entregársela como una muestra de afecto. Tan impecable era la lógica de este razonamiento que, como era de esperarse, el que yo me presentara frente a ella con la fotografía produjo un resultado enteramente opuesto. Sin decir apenas nada dejé la fotografía en sus manos y me retiré a mi asiento. Pocos segundos después la fotografía comenzó a circular alrededor de la mesa. ¡Nadie parecía percatarse del perfecto razonamiento lógico ni de lo que la fotografía realmente decía o quería realmente decir! Consciente del peligro que implicaba que cualquiera de los allí presentes cayera de pronto en cuenta del perfecto razonamiento fui, poco a poco, hundiéndome en mi lugar hasta desaparecer bajo un terrible estado de malestar general.

Cuando la exhibición hubo terminado todos volvieron a sus conversaciones, a sus cigarrillos, a sus comidas y bebidas. Por el resto de ha noche no crucé palabra con ella. Al despedirnos hubo un intercambio de frases incómodas, cortas y mal elaboradas. Había llevado a cabo mi idea, el acuerdo había quedado intacto. Bastaba con que la fotografía hubiera dicho lo que yo no podía, aun si nadie lo había escuchado.

jueves, 19 de abril de 2012

Habría que decir cada vez menos



Habría que decir cada vez menos,
cada vez un poco menos de las cosas.
Extraviar las palabras que usamos
para contar los días o medir 
la dureza de las piedras. 
Borrar las matemáticas, 
la guerra. Olvidar las proporciones
de la alquimia. Absolver
la transparencia del aire, las corrientes
sempiternas de los mares.
Habría que decir cada vez menos
para desvanecer la sombra.
Desaparecer el cuerpo
en la altura, enterrar la edad,
atravesarla de distancia.
Habría que exiliar el verbo, 
soltar la gavia del lenguaje 
en la tormenta. Decir cada vez menos 
para sofocar el eco que regresa,
regresa. Habría que decir 
cada vez menos, cada vez,
hasta que sólo quede el nombre,
y con el nombre de las cosas la voz 
desaparezca.